Todavía lo recuerdo como sí fuera ayer. En una pequeña habitación del Vaticano, un hombre bueno agonizaba. Y su agonía era compartida por aquellos que se reunían en la Plaza de San Pedro y en las Iglesias de todo el mundo. Era la agonía del mundo.
Fueron muchos los achaques propios de la edad y del parkinson los ese hombre bueno había padecido esos años. En esa habitación en la que agonizaba ese hombre que, con sus virtudes y defectos, fue bondad, agradecía con todo el corazón las muestras de apoyo y cariño por parte de aquellos que rezaban por él. Nunca desistió de su misión, a pesar de que las fuerzas le flojeaban. Esa noche, las Iglesias se abrieron hasta muy tarde para rezar por la Alma de ese hombre, que tanto había hecho por llevar la alegría del Evangelio a todas y cada una de las Naciones.
Habían pasado poco más de las nueve y medía, cuando ese hombre bueno falleció. Cuando fue anunciada a las personas congregadas en el Vaticano, la noticia de su muerte, el silencio fue interrumpido por un sonoro aplauso y todas las Iglesias del Mundo hicieron sonar las campanas. Tengo que confesar que llore. Llore porque no sólo se había ido un simple hombre. Se iba una buena persona, que tanto hizo por los más necesitados y desheredados de la tierra. Un hombre que, soporto la desgracia de la muerte en su familia, con entereza y aplomo admirables. Un hombre que vio como los enemigos de todo lo bueno que puede haber en la tierra, el nazismo y el comunismo, invadía su país. Un hombre que llevó a Dios a todo del mundo. Esa noche moría el ya Santo, Juan Pablo II. Y sí, era un hombre bueno.
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