Nos hayamos en plena Monarquía isabelina, concretamente durante uno de los Gobiernos (fueron 7 en total) del General Ramón María Narvaez. Para los que desconozcan un poco la historia, no era extraño en esa época y posteriores que los militares entraran de lleno en la vida política española ocupando puestos políticos y, de hecho, era lo habitual. Otros ejemplos de esos años: Generales como Baldomero Espartero, el cual fue regente durante la minoría de edad de Isabel II, y Leopoldo O'donnell, que fue también varias veces Presidente del Consejo de Ministros. Fue precisamente por esa época cuando el Duque de Ahumada, bajo el auspicio de uno de los Gobiernos de Narváez (amigo suyo, por cierto), fundó la Guardia Civil en 1844. La historia que les voy a relatar tuvo lugar en 1850.
Una noche del mencionado año, uno de los primeros guardias, uno de aquellos tipos mostachudos, curtidos en las guerras carlistas (otro quebradero de cabeza para los españoles), estaba haciendo guardia, a caballo, en el portalón del Teatro Real, donde iba a celebrarse una función de gala con motivo de su inauguración, por lo que había varias calles cortadas, siendo una de ellas la que vigilaba nuestro guardia.
Fue entonces cuando un carruaje intentó pasar la calle y el guardia, el cual ostentaba el grado de cabo, lo atajó. Ir en carruaje ya denotaba en aquel tiempo que el viajero era persona principal, pero lo que no sabía el cabo en ese momento era que dentro iba ni más, ni menos que el General Narváez; el mismísimo Presidente del Consejo de Ministros con autoridad no sólo política, sino militar. ¿Ustedes creen que eso hizo que nuestro cabo se achicase?
Muy al contrario. El guardia le dijo al cochero que por ahí no se podía pasar. "Este coche sí", repuso el cochero, altivo. "Ni ese coche ni ninguno", reiteró el guardia. En ese momento, Narváez gritó desde el interior: "¡Adelante, cochero!". Al escucharlo, el cabo le explicó, respetuoso, que tenía orden de que por ahí no pasara nadie. "Esa orden no reza conmigo", le dijo Narváez. El guardia, lejos de arrugarse, le explicó: "Al comunicármela no me han dicho que haga ninguna excepción con nadie. El coche de Vuestra Excelencia no puede pasar por aquí".
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El General Narváez |
Ahí el General montó en cólera y ordenó a su cochero que arreara a los caballos. El cabo, sin perder la sangre fría, avisó: "Mi General, si Vuestra Excelencia pasa por aquí, será atropellando estas armas, encargadas de cumplir una consigna". La firmeza del Guardia hizo que Narváez diera su brazo a torcer y entrara por donde todos, echando pestes del cabo, de la Guardia Civil, de Ahumada y hasta de la madre que parió a Ahumada.
Al llegar al palco, Narváez llamó al Duque. Furioso, le informó: "Un cabo de la Guardia Civil me ha puesto en ridículo, sin tener en cuenta mi cargo, ni mi categoría". Ahumada le pidió a Narváez que le dejara indagar lo sucedido. Cuando regresó, le dijo al Presidente que aquel cabo no había hecho más que cumplir con la orden que tenía, por lo que no había cometido falta alguna. Narváez repuso: "Comprendo que si tenía la consigna esa, ha hecho bien en cumplirla. Pero también es triste gracia que llegue uno a esta posición social para tener que soportar arrogancias de un simple cabo. Yo no puedo consentir de ninguna manera que quede por encima de mí ese hombre; así es que, mañana mismo, me lo traslada usted a un puesto fuera de Madrid". Ahumada saludó y abandonó el palco.
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El Duque de Ahumada |
Al día siguiente, el Duque fue a ver a Narváez. Cuando este lo recibió, se cuadró ante él y le dijo: "Aquí tiene usted, mi General, el bastón de mando de la Guardia Civil, y aquí (le mostró un oficio) el traslado del cabo a otro puesto, firmado por quien me ha sucedido en el mando, según las ordenanzas".
"¡Qué exagerado es usted!", exclamó Narváez. "La cosa no es para tanto". Pero Ahumada, muy serio, le replicó: "Ya lo creo que lo es. No hemos creado un cuerpo como la Guardia Civil para pisotear su prestigio a las primeras de cambio. El traslado de ese hombre es una injusticia que yo no cometeré de ninguna manera. Por eso, está orden la firma mi sucesor". Al final, Narváez recapacitó y dijo a Ahumada: "Rompa usted el oficio y recoja el bastón que tan bien maneja. Y dele este cigarro puro en mi nombre al cabo, pues tengo mucho gusto en que se lo fume la única persona que se ha atrevido conmigo. Estos son los soldados que España necesita".