Si algo trajo la imprenta fue la posibilidad de que un libro que tradicionalmente tardaba décadas en gestarse (puesto que era hecho a mano), pudiese salir a la luz en muy poco tiempo. Así la Iglesia perdía en cierta parte el control de todo libro que se publicase, lo cual posibilitaba que cualquier escrito pudiese salir a la luz sin la aprobación previa de la curia y es que éstos podían tener tintes que la Iglesia de aquel momento podía considerar heréticos. De esta forma, la propia imprenta había creado todo un problema para la Iglesia Católica.
El V Concilio de Letrán, reunido en Roma, solicitó al Papa que tomase medidas en el asunto, algo que se había hecho con Inocencio VIII y Alejandro VI en los años 1487 y 1501 sin éxito. El Pontífice Leon X, mediante la bula "De Super Impressione Librorum" (llamada también "Inter Sollicitudines"), haciendo caso de las quejas de la curia, prohibió la impresión de libros que no contasen con la aprobación previa expresa del Obispo y el inquisidor de la diócesis correspondiente bajo pena de excomunión y una multa de cien ducados para el impresor. Los libros que no hubiesen pasado por dicho trámite serían quemados en la hoguera.
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