Esta historia la encontré entre los múltiples legajos que había en el mueble donde mi padre guardaba las cosas importantes. No se quién la escribió o a quién se le ocurrió.
Lo que si se es que refleja el hondo sentimiento que sentía mi padre para con aquella profesión, que tanto amo y a la que podría decirse dio su propia vida. Es por eso que quiero compartirla con ustedes. La historia dice así:
El profesor abandona, envejecido, el aula. Sobre sus espaldas, 31 años de docencia y otros tantos de conciencia. Algunos lo creen funcionario. Él solo se sabe maestro. Le pesa la burocracia. Y ese alumno que ha perdido el hálito y al que no sabe cómo ayudar. Se pregunta si su tarea aún sirve.
A la salida, un joven matrimonio lo saluda con una cortesía en desuso. Tarda en reconocerlos. Finalmente, los sitúa en un pupitre y en un curso del pasado. Le presentan a su hijo: Gustavo. «Por Bécquer...», dice el padre. «Y por usted». Y le recuerdan que un día les leyó en clase la rima XXX y que les recordó que el orgullo no debía nunca sajar el amor. Los tres recitan:
«Asomaba a sus ojos una lágrimay a mis labios una frase de perdón;habló el orgullo y se enjugó su llanto,y la frase en mis labios expiró.Yo voy por un camino, ella por otro;pero al pensar en nuestro mutuo amor, yo digo aún:¿Por qué callé aquel día?y ella dirá: ¿Por qué no lloré yo?»
A la salida seguí su consejo», añade el padre. «Y la llamé. Y ahí lo tiene, a Gustavo». Al día siguiente, el profesor amaneció rejuvenecido. Había encontrado lo que creía haber perdido: el sentido de un oficio.
Maravillosa
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