En medio de su paseo, don Ramón María del Valle-Inclán, siempre con esa enhiesta barba, tenía en mente lo que estaba preparando ¡Señor! ¡Esto si que es un esperpento! gritaba quizá pensando en ese Max Estrella que habría de cautivarnos en aquellas "Luces de Bohemia".
Valle-Inclán no fue el fundador del esperpento. Él sólo le dio carta de naturaleza; lo sacralizó en boca del viejo Max:
"Los héroes clásicos reflejados en los espejos cóncavos dan el Esperpento. El sentido trágico de la vida española sólo puede darse con una estética sistemáticamente deformada. [...] Las imágenes más bellas en un espejo cóncavo son absurdas. [...] La deformación deja de serlo cuando está sujeta a una matemática perfecta. Mi estética actual es transformar con matemática de espejo cóncavo las normas clásicas"
En una España como aquella, la de los primeros años del Siglo XX, donde todo por parte de todos nos hallabamos en el absurdo más mundano, don Ramón utilizaba el esperpento, el absurdo (ejemplificado en ese espejo concavo) para exagerar de alguna forma la verdad, llegando incluso a lo grotesco, para criticar de una forma más o menos velada a la sociedad de su tiempo.
Como he dicho no era nuevo. En un país donde históricamente la censura ha primado, la manera de llegar al espectador o al lector era mediante imagenes absurdas, casí humoristicas, aunque hermosas, para alcanzar el estado crítico con la realidad. Hombres como Quevedo o cineastas como Berlanga hicieron del esperpento su forma de ser.
Así las obras de don Ramón María del Valle-Inclán, ese hombre de barba abundante y pensamiento sereno, nos llegaban de una forma deslabazada, que buscaba la crítica desde ese espejo concavo, que desde una cara absurda y grotesca, reflejaba la crítica a la realidad del momento.
"¡Todo es un esperpento!" decía Valle-Inclán, casí reencarnandose en su querido, viejo y ciego Max Estrella, aquel "hiperbólico andaluz, poeta de odas y madrigales". Si señor, toda la vida es un esperpento. Al menos para el viejo Max.
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