Dédalo no podía salir de la isla de Creta. Ésta era gobernada por el Rey Minos (para el que había construido el famoso laberinto para el minotauro) quien mantenía una extrema vigilancia sobre todos los veleros y no permitía que ninguno navegase sin ser registrado. Sin embargo había algo que Minos no podía controlar: el cielo.
Es por eso que Dédalo se puso a
trabajar para fabricar alas tanto para él como para su hijo Ícaro. Para ello enlazó pluma con pluma comenzando por las más pequeñas y añadiendo otras cada vez más
largas. Se encargó, además, de asegurar las plumas más grandes con hilo y las más pequeñas con cera y así, paso a paso, construyo unas alas parecidas a las de un pájaro. Cuando las probó, vio que se suspendía en el aire, por lo que decidió escapar de tal forma tanto él como su hijo para el que construyo otras alas.
Cuando ambos estuvieron preparados para
volar, Dédalo advirtió a Ícaro que no volase demasiado alto porque el
calor del sol derretiría la cera, ni demasiado bajo porque la espuma del
mar mojaría las alas y, por lo tanto, no podría volar. Así escaparon de Creta.
Sin embargo, tras un tiempo Ícaro, que se sentía cada vez más ágil y veloz, casi como un Dios, quiso volar más alto. Y tan alto voló que el sol ardiente ablandó la cera que mantenía unidas las plumas, siendo despegadas y, aunque Ícaro agitó sus brazos, no quedaban suficientes
plumas para sostenerlo en el aire y cayó al mar, muriendo ahogado.
Su padre se lamentó y lloró sin consuelo por la perdida de su hijo, abjurando además de su invento alado. Dédalo llamó Icaria a la tierra cercana al lugar
dónde Ícaro había caído y cuando llegó sano y salvo a Sicilia, construyó un templo a Apolo (Dios del sol para más señas) en el que colgó sus alas como ofrenda al Dios.
Esta historia no es más que una metáfora de lo que les pasa a los que "vuelan tan cerca del sol"; aquellos que creen estar encima de cualquiera y no miden las consecuencias de sus actos tanto para los demás como para ellos mismos.
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