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domingo, 8 de enero de 2017

Los muros de la patria mía

Quevedo y los españoles del Siglo XV y XVI no debieron dar crédito a lo que estaba pasando. España, el más grande Imperio de todos los tiempos, se desmoronaba y no desde fuera, donde era tan respetado como temido, sino desde fuera. Inmensas corruptelas, una población pobre y analfabeta y un Reinado dirigido no por Felipe IV, sino por su Valido, el Conde-Duque de Olivares hacían que un país grandioso por muchas cosas (su literatura, su poder militar o sus posesiones de ultramar) fuera cayendo poco a poco. 


Los muros iban cayendo poco a poco y Quevedo, el eterno Quevedo, lo remarcó a la perfección:
Miré los muros de la patria mía,
si un tiempo fuertes, ya desmoronados,
de la carrera de la edad cansados,
por quien caduca ya su valentía.

Salíme al campo; vi que el sol bebía
los arroyos del yelo desatados,
y del monte quejosos los ganados,
que con sombras hurtó su luz al día.

Entré en mi casa; vi que, amancillada,
de anciana habitación era despojos;
mi báculo, más corvo y menos fuerte.

Vencida de la edad sentí mi espada,
y no hallé cosa en que poner los ojos
que no fuese recuerdo de la muerte.
Los muros de España se desmoronaban y eso que don Francisco no vivió la caída efectiva no ya del Imperio, sino la perdida de las colonias unos siglos después. Sin embargo, Quevedo ya advertía una cosa: la presencia de la muerte. 

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