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jueves, 23 de enero de 2014

Quo vadis, Domine?

Cuentan que cuando se produjo la cruenta persecución de Nerón tras el incendio de Roma, San Pedro sintió mucho miedo. Los propios cristianos ya le habían dicho que se fuera ante el temor de que cogieran al representante de Jesús en la tierra.
Entre las peticiones de huida y su propio miedo, Pedro decidió marcharse. Así gracias a la ayuda de varios amigos, consiguió salir de la capital del Imperio. Fue en medio de su huida, cuando ocurrió el milagro. 


Estaba Pedro en el camino conocido como Vía Apia cuando en la lejanía vio a un hombre que iba cargado con un gran madero. Éste parecía marchar hacía Roma. La sorpresa del Apóstol fue mayúscula cuando vio que ese hombre era ni más ni menos que el propio Mesías. Una vez estuvieron frente a frente, el Apóstol le dijo: 
-Señor, mi Señor... 
Y le pregunto: 
-¿Dónde vas, Señor?
Cristo, en medio de ese tremendo sufrimiento por llevar ese madero a cuestas, le contesto: 
-Puesto que tu y los demás abandonáis a mi pueblo, iré a Roma para ser crucificado por segunda vez.
Tan pronto como dijo esto, el Salvador desapareció. Es entonces cuando Pedro se dio cuenta de que no podía abandonar a ese pueblo a su suerte. Al pueblo de Dios. Y que su destino era morir por su Fe.
Lo demás es historia. San Pedro fue encarcelado y condenado a morir. Antes de ser crucificado, el Apóstol le dijo a los soldados:
-No quiero ser crucificado como mi Señor.
Los soldados con sorna, le contestaron:
-Eso se puede arreglar.


Finalmente sería crucificado cabeza abajo. San Pedro cumplió el día que se encontró con el Mesías con las palabras que le dijo el propio Salvador tras resucitar y apacento sus ovejas hasta el mismo día de su martirio.

Esta historia esta basada en un relato apócrifo contenido en la Leyenda Dorada (Legenda Aurea), basada en una serie de supuestos hechos acontecidos a Santos recopilados por el Dominico Santiago (o Jacobo) de la Vorágine.

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